De lobos y hombres (relato)

miércoles, junio 21, 2006


Cuando los sentidos todavía afilados del lobo percibieron la presencia de otro animal, dejó de aullar a la luna llena. El cielo estaba huérfano de estrellas y la luz diáfana del astro proyectaba una silueta difusa sobre la cima de la ladera mientras el lobo se removía dolorosamente en ella. Sus ojos, habituados a leer la noche, buscaron un rastro visual entre los abetos nevados debajo de sus garras. Tras pasar unos segundos inmóvil no pudo divisar nada. Sin embargo, el viento le regalaba pequeños sonidos a su oído y apagados hedores a su olfato: no muy lejos de allí, deambulaba una víctima.

Bajó la ladera a trote, sin preocuparse en espantar a su presa a causa de una piedra desprendida o alborotando la actividad de una lechuza. Una vez llegó abajo, al nivel del bosque, su pose cambió totalmente: el animal manso que había estado llorando la lejanía de la luna, su cruel amante, había dejado paso al cazador.

El suelo, tapizado de nieve, enfriaba sus aceradas garras y las reclamaba para sí, engulléndolas como un demonio de alas blancas, permitiéndole un mayor grado de sigilo pero obligándole a actuar con mayor rapidez.

El hambre voraz que sentía en sus marcadas costillas aceleró, más si cabe, su marcha.

Demasiado tiempo solo, demasiado tiempo sin comer.

Habían pasado innumerables lunas desde que fuera expulsado de la manada por un macho joven. Sus poderosas garras habían dejado una huella carmesí sobre su ojo izquierdo -desde entonces no había vuelto a ver bien con él- y tan sólo pudo huir. Un par de lunas después había intentado volver, acercándose a su antigua manada mientras éstos saciaban su ansia con un ciervo que acababan de cazar. Esta vez se rebelaron también las hembras -algunas de ellas habían sido sus compañeras- preocupadas por el sustento de los lobeznos y el escarceo había estado cerca de resultarle mortal.

Ahora, no quedaba rastro en su vientre del último conejo lisiado que había capturado y sus últimas reservas de energía se consumían inexorablemente en la cacería.

Saltó de detrás de un arbusto, que dejó caer un rocío nevado por la sacudida, para encarar a su presa. Pero se detuvo, primero decepcionado, luego indeciso. Era uno de aquellos seres que caminaban sobre dos patas. Sostenía un largo tubo de metal oscuro que acababa en madera.

Pasaron unos segundos interminables. El lobo podía oler el miedo de su víctima, reconocerlo como algo cuasi sólido, el sudor corriéndole por la extraña piel que portaba (que provocaba el hedor más insoportable que hubiera conocido jamás).

El lobo mostró sus desgastados colmillos tratando de parecer amenazador. El hombre deslizó su mano por el extraño cilindro de metal, pero no se movió. La gélida brisa nocturna lamió ambas siluetas. Un ave nocturna ululó lejos de allí. Presa y cazador continuaron impasibles.

Un haz de comprensión cruzó de repente los ojos del lobo. El animal que encaraba y que sostenía su mirada de cazador no era muy distinto a él. De modo que cerró su mandíbula, goteante de rabia, y rompió la noche con un aullido estremecedor.

Sombras. Sombras de orejas puntiagudas y ojos ávidos, de colmillos lacerantes y potentes garras, se sumaron al antiguo lamento. Primero decenas, luego miles.

Pero la invitación del lobo no inmutó al humano. El silencio envolvió de nuevo el bosque.

Finalmente, el lobo retrocedió y dio media vuelta para volver por donde había venido.

El cazador disparó dos veces, con la primera hubiera sido suficiente.

El lobo comenzó a desangrarse, por su cerebro poco desarrollado corrían imágenes de conejos y liebres que todavía podría atrapar, mas la oscuridad sin luna lo atravesó y se lo llevó muy, muy lejos de allí…

El hombre se acercó a contemplar la pieza que había logrado. Era un ejemplar viejo, el pelaje se había vuelto desmañado y grisáceo por la edad y estaba tan desnutrido que parecía -envuelto en un manto blanco y rojo sangre, con la vista perdida más allá de los árboles- una figura desinflada. No le valía para nada y, además, no deseaba ser el hazmerreír de nadie mostrando una pieza de un valor tan ridículamente ínfimo.

El hombre abandonó al lobo en el bosque y volvió a su madriguera de ladrillo y argamasa, de fuego y mentiras.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Guau! que pedazo de historia. Me quito el sombrero. A eso lo llamo yo meterse en el la mente de un personaje, aunque en este caso sea un animal.

Buenos textos que te enseñan tambien esta técnica y que te recomiendo serian "Las horas" de Michael Cunningham, o "Rabos de lagartija" del español Juan Marse. Y ahora mismo no me acuerdo de más ejemplos.

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