Secreto (relato)

martes, noviembre 14, 2006

El cielo oscuro y la lluvia persistente acompañaron la ceremonia que se celebraba en el cementerio. Las gotas caídas del cielo se llevaron las lágrimas de viuda e hijos mientras un sacerdote de voz desgarrada entonaba su salmo. La ceremonia fue breve, cuando quisieron darse cuenta el sacerdote hacía una seña al sepulturero y éste comenzó a rellenar trabajosamente el foso de tierra y fango con la pala. Llegado el momento de dar el pésame a la viuda, los familiares y conocidos se fueron acercando en procesión a susurrar unas palabras a la desconsolada mujer, obteniendo un sucinto asentimiento en respuesta. Los últimos fueron Julian y Friedich. Cuando acabaron con el trámite se miraron incómodos, sin saber qué hacer ni qué decirse. Era así entre ellos dos, y quien descansaba a dos metros bajo tierra allí mismo, desde hacía más de treinta años. Durante unos minutos sólo habló la lluvia.

- Leí tu última novela –dijo Friedich con la mirada perdida -. Me gustó. Aunque si te soy sincero no entendí muy bien el final.

- Ni yo.

Ambos sonrieron. Caminaban de vuelta por el sendero bordeado de robles centenarios. Los aparcamientos estaban algo alejados.

- Y ahora mismo, ¿estás con algo nuevo?

Habían llegado a la carretera, los coches de los asistentes descansaban tras una valla metálica.

-Sí. Estoy escribiendo algo ligeramente autobiográfico –y tras una pausa-. Bueno, Julian, he de irme. Me alegro de verte.

Se estrecharon la mano con firmeza, como si nunca hubiesen sido amigos, y se despidieron.

Friedich se apresuró con su coche en llegar a casa, necesitaba beber un buen trago de escocés. Cuando abrió la puerta la oscuridad lo engulló. Desde que Martina lo abandonó, la casa había perdido su luz, su vida, poco a poco. En días como aquel le parecía un agujero negro. Mientras se servía el güisqui de importación recordó la conversación mantenida con su viejo amigo Julian. Y su mente rememoró un día de otoño de hace treinta y dos años, tan aciago como ahora, en el que Julian, Víctor (ahora muerto) y él mismo habían cometido un acto despreciable, que los marcaría para siempre y que tratarían de olvidar toda su vida. Se bebió el vaso de un solo trago pero mientras apuraba la copa abrió los ojos de par en par. "Autobiográfico", había dicho Julian, "ligeramente autobiográfico". Eso sólo significaba una cosa: el pecado que habían cometido hacía ya tanto tiempo, su secreto, iba a ser revelado. Iba a ser descrito con pelos y señales, y además, conociendo a su amigo, sin obviar los detalles más escabrosos. Eso no era posible, se decía, tengo que hacer algo. Y el eco de sus palabras desapareció en el agujero negro que era su casa.

El mismo cielo oscuro, la misma lluvia. Otro sacerdote, el anterior no había superado las penalidades del invierno, y el mismo cementerio. Distintos actores y un mismo guión, pensó Friedich. Mientras el ministro de Dios continuaba con su letanía a él se le cerraban los ojos. Insomnio. Pesadillas en las que aparecía Julian, o Víctor (o ambos) pálidos y lo miraban, sólo eso, pero de una forma que le helaba la sangre en las venas. Y al despertar, cuando veía su reflejo en el espejo de su cuartito de baño, lo golpeaba y se decía: te lo mereces, te lo mereces.

Cuando la tierra imperecedera comenzó a cubrir el foso, los presentes se dirigieron a manifestar su compadecimiento a la viuda. Friedich, nuevamente, fue el último. Malena, que así se llamaba la esposa de Julian, se secó las lágrimas de la cara como pudo y con voz temblorosa le dijo a Friedich:

- Por favor, Friedich, ¿puedes acompañarme? Me gustaría hablar contigo.

Mientras caminaban, Friedich recordó las veces que había tenido que evitar a aquella mujer cuando estudiaba las costumbres de Julian para saber cual era el mejor momento en que quedara solo en su casa. Habían sido largas horas de espera e incertidumbre, y no pasó una hora en que no se arrepintiese de lo que se disponía a hacer.

- Friedich, Julian… - a Malena le afectaba hablar de su marido en pasado- te apreciaba mucho. Siempre me recordaba lo buen amigos que erais vosotros tres. Por eso te quiero hacer una pregunta y te ruego que seas sincero.

La viuda le miró a los ojos y Friedich empalideció. En los ojos de ella, por un momento, se reflejó la sorpresa de Julian cuando vio a su amigo tras él con un martillo en la mano.

- He estado leyendo el último manuscrito que dejó Julian. Parecen unas memorias. Hay algo escrito en ellas que me ha desconcertado. Algo que pasó en su juventud.
Friedich intentó hablar pero una ligera sensación de asfixia se lo impidió.

- ¿Es verdad que Julian asesinó a un joven que había violado a la hermana de Víctor? En su escrito dice que os hizo jurar que no se lo contaríais a nadie.

Friedich le miró desconcertado. No, se dijo, no puede ser. Contempló sus manos como si nunca las hubiera visto, ahora las tenía doblemente manchadas de sangre. Julian se había dispuesto a salvarlo, a liberarlo, culpándose él mismo de algo en lo que habían intervenido tres, no uno sino tres estúpidos niñatos. Y ahora descansaba para siempre bajo la fría tierra.

Friedich se hincó de rodillas y se puso las manos en la cara, mientras la lluvia lo calaba de miedo y culpa, y deseó permanecer así para siempre.

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